SUICIDIO.
Durante la tormenta, en el desdeñado gris del asfalto, condolencias innominadas, un duelo provocador. Universal cosecha de los empantanados.
Un fresno se incendió, partido por una centella. Su lastimadura, boquiabierta.
Huracanado el viento arremolina la tarde.
El hombre de plata se abraza al árbol hasta caer rendido a sus pies. Se deja ir.
El color ya no cabe en el lienzo del pintor de clorofilas ausente.
Se ahogan las raíces, arde en las pavesas el tronco, pero sigue vivo.
La calle del magma anega los umbrales.
En el cielo no hay cuervos.
Después de la borrasca, el sol resplandeciente encuentra al hombre entero, demandado de urgencias, resignado a hacer fieros tratos con el diablo del fuego.
Las gotas de su cuerpo, en cien formas de agua, se evaporaron en el incendio. Es otra ceremonia.
¿Cuántos ritos acepta la retina, sin caerse de espaldas?
Aquí yace su cuerpo. Aún respira el cadáver.
El hombre de la mirada más bella fue salvado.
Es un solitario que sigue laborioso, esperando que oscurezca, en la Biblioteca de Montes de Oca y Plaza Colombia.
Algunas canas platinan sus sienes. Ha cambiado de anteojos, porque avanza la presbicia. Ahora usa unos finos cristales con marco de carey, para no desentonar con sus colegas.
Dicen los que lo han visto de noche por los bares, que se embriaga y memora a una mujer, que nunca nadie le conoció.
Su hidrografía vital fue reemplazada con trasplantes y fusiones, convirtiéndose en un veneno letal y dulce, que lo llevará al momento de ensoñarse con la amada mujer de agua.
El vapor es humo en cada voluta de su cigarrillo, y ella, la aparecida del rostro que no admite rostros, él ángel de las elegías de Rilke, la infinita, lo acompaña con su brillo y lo espera para soltar amarras.